Es un oficio indispensable y que pasa casi desapercibido. Pero la mayor superficie de viñedo del mundo (o sea, la nuestra, la que hay en España), no sería tal si el injerto no se hubiera extendido a principios del siglo XX, cuando un bicho llamado filoxera atacó la mayor parte de las vides españolas y hubo que recurrir a raíces resistentes a él. Hoy día, las tecnologías y los conocimientos han avanzado, pero esta labor sigue conservando un regusto antiguo y, ¿por qué no? su toque romántico.
Javier Martínez, un riojano que ha heredado la profesión de injertador de su padre y su abuelo, quiere que escriba (“ponlo, ponlo” me dice) que esta labor se extingue. Que cada vez es más difícil encontrar a alguno con el que aprender, alguien de sus mismos treinta y pocos años con quien intercambiar experiencias. Sin embargo, cuenta con entusiasmo (“a mí me encanta mi trabajo”, comenta) que si a alguien se le ocurre dedicarse a ello, es una labor con futuro. A él, confiesa, le va bien, no conoce la crisis y considera “el dinero que se gana” con su trabajo uno de sus grandes atractivos. Aunque no el principal: “lo mejor es ver que la viña brota, que gente mucho mayor que tú y con experiencia te da la enhorabuena por tu trabajo”.
Javier dirige una empresa, Injertos y Poda, de las que no hay muchas en este gran viñedo que es España. Por eso viaja de un rincón a otro injertando plantaciones enteras. Su labor, la de su equipo de casi 30 personas, es cambiar una variedad de uva por otra sin arrancar el viñedo. Sí, como él mismo afirma, “es un trabajo raro”.
Ese trabajo raro consiste en unir dos plantas de viña, una portadora, llamada portainjerto o pie, y la que dará los frutos, las uvas para hacer vino. El pie, ya crecido, con raíces e instalado en la tierra, hará florecer y dar frutos al injerto, que se coloca en forma de brote (llamado yema). Ese trabajo ha de ser preciso, minucioso, y cuando se hace en el campo es totalmente manual.
¿Por qué se injerta? Hay bodegueros o viticultores que quieren aprovechar viñas viejas o en muy buenas condiciones para injertar uvas nuevas, y que estas se beneficien de la salud y la edad de los portainjertos, de su calidad, su fortaleza…
Injertar viña es una labor cíclica, porque, como trabajo agrícola que es, comienza y acaba, y vuelve a empezar. Javier recibe una llamada de un bodeguero que quiere cambiar su plantación, porque tiene, por ejemplo, una uva tinta como la tempranillo, que ya no necesita (las modas cambian, esa uva no da buenos vinos en la región donde está la bodega… las causas pueden ser unas cuantas) y en su lugar quiere poner una uva blanca (pongamos, que porque los blancos están de moda, o se venden mejor en el extranjero). El riojano observa la viña y toma la decisión de hacer (o no) el trabajo (Javier rechaza encargos cuando no puede asegurar el éxito del proyecto, el que al menos el 95% de las plantas que injertan broten y sean capaces de dar uvas al año siguiente). Si sigue adelante, en enero tiene que encontrar las yemas de las uvas que necesita y que injertará en el pie ya existente. Las recoge, siempre que puede en cuarto menguante ascendente de la luna y, si se puede, en la segunda quincena de enero (¿es o no es una profesión rara?) y las conservan en frío hasta la primavera, cuando la viña, en el campo, empieza a florecer.
Una semana antes de la floración, la planta está lista para injertarse, normalmente con dos yemas y, dependiendo de la extensión de la finca para injertar, hay que correr más o menos, o emplear a más o menos injertadores: el tiempo corre y hay que acabar como muy tarde 30 días después de que la viña florezca para asegurar el éxito, que se ve al año siguiente, en otoño, cuando se vendimia la uva. Si no hay brote en un 30% del viñedo injertado, Javier considera que el trabajo ha fracasado, porque arreglarlo demora la cosecha y puede suponer lo que el bodeguero quería evitar: tener que arrancar la viña.
Pero el éxito es la recompensa. Y lo que reporta beneficio y trabajos posteriores. Aunque Javier se queja de los kilómetros que se chupa al año recorriendo Rías Baixas, Rioja, La Mancha, el País Vasco y del ritmo frenético durante la primavera, recomienda a cualquier apasionado de la agricultura que se anime a aprender (sus operarios, los que ejecutan los injertos en el campo, tardan dos años en formarse a su lado)… Eso sí, si encuentran un maestro como Javier.
Los “otros” injertadores
En los viveros donde se crían viñas ‘bebé’ para comenzar a plantar una parcela desde cero también hay trabajo para los injertadores. Rafa, ingeniero agrónomo y enólogo que regenta VitisNavarra en Larraga, dirige un equipo de injertadores que “montan” unas 6.000 plantas por día cada uno. Pero el ensamblaje aquí es una parte más del trabajo que supone poner en marcha una viña: hay que elegir qué portainjerto en función del suelo, el clima, la planta que se le injertará, el vino que se pretende obtener… muchísimos factores inciden en esa decisión. Pasa un año antes de que las dos plantas puedan injertarse una en otra y luego ha de pasar otro hasta que se pueda plantar. En el proceso de brote pueden perderse hasta el 45% de las plantas, aunque en VitisNavarra el 75% de ellas sobreviven.